Omnipotencia de la madre, devastación de la hija

Publicado en el semanario Vistaprevia, setiembre del 2016
Por Zindy Valencia
Psicoanalista Coordinadora de la Asociación de Psicoanálisis Lacaniano de Arequipa

Fotografía de Omar Lopez en Unsplash

Nada enternece más a una madre que ver a su hija ponerse sus tacones, o imitar sus palabras, o coger sus libros, o jugar con su uniforme de trabajo, ese momento en el que la madre y su hija son una, ninguna puede estar sin la otra. Si hay que dibujar algo en el colegio, va dirigido a la madre, si hay que hacer una manualidad, es para la madre, sólo se come en su presencia y se duerme con su voz.
Entonces llega la pubertad y la adolescencia y el cuerpo de la niña comienza a redondearse. Los chicos empiezan a provocarle cosquillas en el estómago, el solo hecho de sentarse al lado de uno causa un acontecimiento de cuerpo. Otras cosas empiezan a llamar la atención: nuevos programas de televisión, nuevos gadgets, ropa linda, libros de literatura, música diferente. Las buenas calificaciones y los almuerzos familiares pasan a un segundo plano y pierden sentido, es preferible pasar horas frente a la computadora o al celular hablando con los amigos. De repente aparece un enamorado.

La relación entre la madre y su hija empieza a volverse tensa, los reclamos por las notas, por el poco interés en la familia, porque no limpia el cuarto, porque no lava los platos, porque sólo está pegada al celular, se hacen infinitos. Sin embargo no alcanza su punto álgido hasta que la madre ve en su hija una mujer, una que está habitada por un deseo diferente, a la que ya no le alcanza con ponerse los tacones de la madre y jugar a ser grande.

Ese despertar femenino no sólo deja desconcertada a la madre, ¡sino también a la hija! La pregunta por cómo se es una mujer es siempre un enigma para todas y la primera persona a la que se recurre por una respuesta es a la madre; pero si esa madre no quiere saber nada de lo que es ser una mujer, lo único que se escuchará como respuesta es un deseo arruinado: “¡Mira cómo te pintas la boca! ¡pareces payaso!”, “¡cómo has engordado! Así quién te va a querer”, “¡qué feo genio! Ningún hombre te va a soportar”.

Posición caprichosa de estas madres que no ceden a la hija como objeto: Una madre puede decir “ella es mi hija”; pero no puede decir “ella es mi mujer”. Ser mujer aleja a la hija del pronombre posesivo “mi” de la madre y la ubica fuera de sus fauces, fuera de su mirada, esa mirada que revisa el celular de la hija, que lee su diario, que rebusca su habitación.

La frase de Simone de Beauvoir “no se nace mujer, se llega a serlo”, muestra con claridad el escollo de muchas –por no decir todas– con su propia feminidad. En ese sentido ser madre, o ser hija, o ser esposa, son algunas de las tantas respuestas con las que una nombra su ser femenino y por eso cuesta mucho soltarse de la madre o de la hija. Hacer eso significaría que habría que responderse lo que es ser una mujer de otro modo, inventarse algo, y muy pocas mujeres están dispuestas a aventurarse tan lejos.

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