The Fabelmans y la vocación

Por Renato Andrade
Psicoanalista miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, la Nueva Escuela Lacaniana Sección Lima y la Asociación de Psicoanálisis Lacaniano de Arequipa

[Contiene spoilers de la película The Fabelmans de Steven Spielberg]


Fotografía: conocedores.com


¿De qué está hecha nuestra vocación? ¿A qué responde?

Es algo que requiere tiempo entender, aunque nunca terminemos de entenderlo del todo. Steven Spielberg, con su ficción The Fabelmans, nos presenta algunas ideas al respecto.

No, una vocación no es un gusto ni un placer. Al protagonista de la película, Sammy, se lo dice su tío Boris y, después, el mismísimo John Ford: «este negocio te va a despedazar». 

Una vocación tampoco es lo que se hace siempre.

Una vocación tiene su origen en algunas marcas, y toda vida las tiene. Algunas marcas nos vienen del Otro (así, con mayúscula) y otras no tienen que ver con éste; son contingentes. Tenemos el deseo de los padres de Sammy por mostrarle el cine, porque lo descubra, le hablan de él, se lo explican, se lo cuentan orgullosos. Pero lo que ocurre dentro del cine es otra cosa; es impredecible, incalculable. Una locomotora embiste un auto detenido en los rieles y eso produce un goce tal en el niño que lo deja mudo, con los ojos y la boca abierta; lo hace soñar, lo obsesiona, al punto de querer volver a ver el choque, una y otra vez.

¿Cómo este niño aprendió dónde poner el ojo, es decir, la cámara, para que lo que filma parezca “interesante”? No se explica.

Pero filmar una escena es también una manera de no estar en la escena, de estar a distancia. Por ejemplo, de lo insoportable de una madre y su goce de mujer. 

Paradójicamente, filmando, Sammy descubre lo que estaba allí, lo que nadie quería ver (principalmente su padre). Como consecuencia de ello dejará de filmar. 

No obstante, será por una mujer (su primera enamorada) que volverá a hacerlo. Con su filmación escolar nos muestra que hacer una película –en este caso– es un modo de re-escritura. 

En el desenlace somos testigos de la angustia de Sam: ¿debo seguir haciendo o no eso que quiero hacer? No hay garantía.

Una vocación, entonces, tiene de un goce que asusta; tiene del deseo del Otro; tiene de repetición; tiene cierto saber hacer espontáneo; tiene, a la vez, de rechazo y de descubrimiento de lo traumático; tiene de encuentros y desencuentros, y nos da la posibilidad de re-escribir nuestra historia. Lo que no tiene es garantía, y por ello, asumirla, exige un acto, un salto, una apuesta. 

Capten cómo una vocación no es llanamente lo que les gusta o lo que hacen; es una especie de “arreglo” para aquello que los marcó y llevan consigo, y del que ni ustedes mismos tienen idea. Por eso la “orientación vocacional” que propone la psicología cumple una función social: hace creer que es posible saber, relativamente rápido y con la garantía de algunos test, qué hacer. Resulta innegable que muchachos y muchachas se sirven de ella para “avanzar”, para dar “el siguiente paso”, así sea un paso en falso. Sin embargo, no hay “arreglo” sin sujeto (el sujeto no es el individuo, no es la persona), y no hay sujeto sin palabra. 

A una vocación como la hasta aquí explicada, en el psicoanálisis de Lacan la denominamos sinthome.

Una razón para ir al psicoanalista es dejar de hacer de tu vocación un síntoma (dejar de sufrir de ésta), y pasar a hacer con tu síntoma una vocación, es decir, un “arreglo”.

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