Juan Carlos Indart

Por Renato Andrade 
Psicoanalista, miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, la Nueva Escuela Lacaniana sección Lima y la Asociación de Psicoanálisis Lacaniano de Arequipa




Mi amor,

Hace unos días me llegó la lista de los seminarios diurnos de la EOL y busqué su nombre sin hallarlo. Me dije que seguramente este año, o este semestre, no dictaría su seminario. Habría que esperar al próximo.

Sabes el valor que tenían para mí sus seminarios, sus clases, sus intervenciones, que se me daba por transcribirlos. Por eso siempre me sentí muy cerca de su boca, de su voz y de sus ideas. Escucharlo era como ascender lentamente, pasear un poco, transitar nuevos caminos, para acabar experimentando un emocionante y veloz descenso a cierta claridad. Escucharlo, pensarlo, era una aventura. Él era mi parapente, mi bicicleta de montaña, mi bungee jumping. Todo en mi escritorio, lo que me lleva a preguntarme en qué momento el psicoanálisis envolvió mi vida de una manera tan total y despertó en mí un goce. Escucharlo me hacía sentir algo en la cabeza, es decir, en el cuerpo. La “adrenalina” con la que algunos deliran está también en las palabras y en las letras.

Y hablando de letras, tú sabes que mi libro preferido es un libro suyo: La pirámide obsesiva. No sólo porque allí retrata como nadie la estructura en la que me reconozco –lo cual, amor, te debe resultar por demás evidente–, sino por algo más que aún no alcanzo a comprender. ¿Será su estilo? De ser así, ¿cómo calificarlo? ¿“Original”? ¿“Honesto”? ¿“Sin complejos”?

Lo conocí en 2003, en un seminario sobre la “felicidad”, en Lima, en el estudio de un artista que lo había cedido para la ocasión. Fue amor a primera vista. Aunque decir “lo conocí” es demasiado. No pasábamos del saludo cordial. Lo crucé algunas veces más, y en una oportunidad, como tesorero de la sede, me tocó recibirlo en Lima para otro seminario.  

Me lo imagino como un aguerrido jugador de la selección argentina de fútbol. De esos que piden el balón cuando el partido está más difícil, cuando otros se esconden. Y si pudiera elegir ser como un colega –aunque me siento estúpido confesándote esto–, elegiría ser un poco como él. ¿Algún día este hombre dejará de querer ser como otro hombre? Le envidio su desprecio por el “ser” y su encarnación de la existencia. 

Ciertamente, fue un “maestro”. En el significado (iba a escribir “sentido”, pero él me enseño la diferencia entre el “sentido” y el “significado”) más común del término. También en el relacionado a los oficios: el que te inicia en un nuevo saber. Y, por qué no, en el del fútbol: el que domina el juego con maestría, con clase.

Nadie es indispensable, es cierto. El deseo, de vivir, siempre se abre paso. Por eso los seres hablantes somos un poco como las cucarachas. Pero, ¿qué es la vida sin nuestros objetos amados? –como ¿qué sería mi vida sin ti?, amor. Por eso no se me ocurre peor final que sobrevivirlos a todos, como el personaje de The Green Mile. Cuando cumplió 80 años, nuestro colega citó a Plinio el Viejo: “lo mejor que la naturaleza le ha dado al hombre es la brevedad de su vida”.


Con amor,

Renato

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